Madre, ¿dónde he de escuchar tu cansada voz?.
A veces el viento beligerante parece traerme
la sinuosa narración de tu juventud plañidera,
es la historia de tu sufrimiento, por tus criaturas
sollozaste todos los aguaceros, por tus hijos
consumiste el fuego de los nidos de estrellas,
me admiro de tu noche de verano centelleante
cuando el sueño parece dominar tu genio iracundo,
esa quietud láctea la desearon los césares en los siglos,
por las jerarquías los hombres lucharon en las jornadas,
y en las noches estrelladas pensaron en tu grandeza,
desde seculares eras hasta los tiempos presentes,
oh, esa grandeza del pájaro y del microbio,
la grandeza del arroyo y del tulipán, de ti heredan los hijos
tu perspicacia, la matriz arroja hermosos vástagos.
Otras veces escucho la fluyente letanía del agua,
son las preces infinitas del riachuelo agradecido
veo tanta sabiduría en cada ínfima gota
invocando en coro al unísono la vieja balada.
Te escucho de las más numerosas formas,
junto al arrullo oceánico, en el admirable gorjeo del
pájaro, en el esplendoroso día del entretiempo,
tu voz me llega clara y diáfana pues
posee todas las residencias universales.
Algunas ocasiones, raras veces, me atemorizas
con la regañina al hijo mal criado, ese día cuando
el istmo parece querer quebrarse, cuando la tempestad
se encoleriza con todos tus retoños, cuando
el temblor advierte de tu soberbio temperamento,
pero, Madre, he de acatar tu genio y tu soberbia,
los hijos somos egoístas, compréndelo, cada día
que pasa hollamos más en tu faz, te haces vieja,
nuestro cariño es interesado, siempre lo ha sido,
arañamos tu rostro con alegre indiferencia.
Pasarán los eones, llegarán nuevas eras,
las civilizaciones se extinguirán y germinarán de nuevo,
pero tus vástagos seguirán escuchando tu vieja y
cansada voz, esa dulce y amorosa canción de cuna
del pinar atravesado por el viento, del río inmemorial,
del jilguero incubando en su prometedora morada,
porque, Madre, tu cariño es infinito.
© El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.