He leído hace unos años un libro de un profesor emérito de biología americano llamado Stuart Kaufman, cuya lectura me resultó muy interesante y amena. El libro se titula «Investigaciones», y en él se buscan las condiciones elementales para la vida en cualquier mundo. La conclusión a la que llega es que para que un organismo sea un agente autónomo, esto es, un ser con capacidad para adaptarse al medio y utilizarlo en su propio beneficio, debe ser un compuesto molecular autocatalítico en el que se produzca al menos un ciclo termodinámico. Autocatalítico en el sentido de que debe estar en contacto con enzimas (o catalizadores) que permitan el ensamblado de la molécula viva según las reacciones químicas pertinentes y su autoreplicancia -reproducción-, reduciendo la barrera de potencial que separa reactivos y complejo activado. En realidad esas enzimas, en las formas vivas que conocemos, van ligadas a la molécula en sí. Por eso decimos que se autocatalizan. Sin embargo, S. Kauffman da un paso más, y dice por ejemplo que probablemente podría ser posible que algunas moléculas cooperativamente se catalizasen, una parte de A ayudaría a catalizarse B y una parte de B ayudará a catalizarse A, dando lugar a más moléculas A y B. El hecho es que incluso podría ser que, a partir de una sopa de moléculas inicial de muchos tipos éstas se fueran uniendo, de forma que cuando la relación moléculas/conexiones fuese en torno a 2, emergerían de la sopa moléculas muy grandes con posibilidad de catalizarse a sí mismas.
Por lo visto, hasta el momento se han conseguido moléculas que se catalizan y dan lugar a otras moléculas que las contienen, pero todavía no se ha logrado que ejecuten algún ciclo termodinámico. Y no tendrían por qué ser únicamente las moléculas orgánicas -basadas en el Carbono-, las presentes en otras formas vivas.
En el libro «¿qué es la vida?», de Schröedinger, se planteó una intuición brillantísima en torno a los ladrillos de los que estamos construidos -del ADN que forma las proteínas-. Resulta que Schroëdinger, unos 20 años antes del descubrimiento de Watson y Crick, razonó que nuestras moléculas constituyentes no podrían ser sólidos o cristales regulares, porque la información que contienen está contenida en uno de los ciclos que se repiten, y es por tanto poca. Razonó que serían cristales aperiódicos. Y acertó. Se adelantó al descubrimiento de la doble hélice dextrógira a base de nucleótidos adenina, timina, guanina y citosina.
Al final resulta -según Kauffman- que hay un gran paralelismo entre el segundo principio de la termodinámica y la evolución natural. El segundo principio de la termodinámica establece que la entropía nunca disminuye, esto es, las moléculas chocan entre sí y las que van más rápido se frenan con las otras y las más lentas adquieren velocidad, hacia una situación por tanto de equilibrio térmico, con una gran cantidad de «información térmica» acumulada en el conjunto de todas las moléculas. La evolución natural, siguiendo los procesos de recombinación, mutación y selección natural da lugar por su parte a especies con cada vez más información condensada en su ristra de ADN. Hay cierto paralelismo entre ambas situaciones.
Una de las conclusiones de la biología de Kauffman es que la selección natural por sí misma no explica el fenómeno natural. Es la teoría de la complejidad coadyuvando con la selección natural la que, en virtud a la mera espontaneidad del azar, explica las formas naturales emergentes. Es como si del caos apareciera el orden.
Para los interesados en complejidad, matemáticas y biología, les propongo el libro «investigaciones», de Stuart Kauffman, Metatemas, Tusquets Editores.