No, no voy a llorar, casi, pero sí lo voy a sentir, lo estoy sintiendo ya de hecho. Para mí los domingos tienen indefectiblemente el efecto de la nostalgia, de todo lo que pude hacer y ser y que ni hice ni fui. Todas mis deudas con aquel bondadoso muchacho, de todo lo que no supe ofrecerle, aunque lo mantenga muy vivo dentro de mí. Aquellos dulces años de descubrimientos y apertura a la vida, que no supe ultimar, y que me atormentan con su martilleo todas las tardes dominicales, cuando las calles vacías tienen las tiendas y los quioscos cerrados y cae una lluvia pegajosa sobre su empedrado, mientras oigo el repiqueteo insistente y periódico de las gotas en algún barreño del desván.
Pero poco puedo hacer a estas alturas ya. Y tampoco depende todo de mí. Si así fuera aún brillaría alguna esperanza, por pequeña que fuese. Girarán los lustros, cada vez más rápido, y todavía será aún peor. Porque poco a poco, casi sin advertirlo, empezarán a faltar personas, carne de mi carne, amigos y familiares, se irán marchando al sueño infinito. Y las arrugas ceñirán mi frente. Y estaré solo, muy solo, tanto como ahora me siento. Una soledad de cadenas y mazmorra. Porque los domingos tienen aroma a café con nostalgia. Destilan el spleen de las últimas secuencias de Qué verde era mi valle, y las despedidas sin vuelta atrás de Casablanca. Pero mientras mis huesos no se pulvericen de puro viejo en algún enterrado féretro, tan absurdos e inútiles como los de los demás, he de seguir tensando mi antebrazo, en este pulso constante con la Muerte, que de momento tengo dominado, mientras el chocolate humea en la taza y le concedo otra oportunidad y otra mirada al mundo y a mí.