Con el ceño sombrío, con el gesto altanero
y la frente más pálida que una aurora de enero,
sobre alfombra turquesa se halla echado el Sultán;
una nube de penas la mirada le embarga;
de su pipa de opio la espiral sube larga…
¡El Sultán está triste como un preso alcotán!
En el patio una fuente vierte el chorro sonoro
de sus cien surtidores en su taza de oro,
donde el cielo contempla su semblante de azul,
y las rosas que sólo no negó Alejandría,
y el clavel purpurino que en el Cairo se cría,
y el fragante y soberbio tulipán de Stambul.
Dos pebetes arrojan enervante fragancia,
descansando en dos ángulos de la mágica estancia
revestida de jaspes, oro, seda y coral,
y entre redes de plata mil y mil aves cantan,
que del dueño opulento los pesares no espantan,
ni le ponen alivio con su son musical.
Es en vano que lleguen sus esclavas más bellas,
como coro de ninfas, como sarta de estrellas,
a ofrecerle sus cuerpos en el plácido harén,
a trenzar locas danzas en redor de su frente,
a entonar coplas árabes con sus guzlas de Oriente…
El Sultán las contempla con marcado desdén.
Del umbral a los medios, tras colgantes alfombras,
dos armónicos nubios, como dos pétreas sombras,
le custodian, armados de puñal cortador…
El Sultán no permite que nadie entre a su estancia,
quiere estar triste y solo como el cielo de Francia,
por entero entregarse a su negro dolor.
Como hermético esfinge, lleva el turco guardado
su dolor, que hondos surcos en su frente ha labrado
y ha escanciado el sabor de la hiel,
que una nube de penas ha tendido en sus ojos,
que le ha puesto en el alma de cuchillos manojos
y en las sienes la albura de su blanco alquicel…
En su taza dorada canta el chorro sonoro,
armonía en sus redes dan las aves a coro;
las esclavas inician una danza feliz:
pero el dueño, hierático, ha extendido la diestra…
y los pájaros cesan en su charla maestra,
y las bellas se ocultan tras un rico tapiz.
El Sultán ya no espera que nadie más le estorbe,
y en su pena se abisma, y en su pena se absorbe
mientras bebe del opio el azúleo vapor…
Luego, irguiéndose lento, melancólico exclama:
«¿Por qué vuela con otro…?¿Por qué ya no me ama?»
y una lágrima rueda por su faz sin color…
Miguel Hernández, (1930).