El oficinista Gutiérrez, que administraba toda la documentación del consulado, jamás había sido feliz. Jamás. Todo lo que había hecho en la vida había sido escribir cuartillas a máquina, poner sellos, falsificar de vez en cuando alguna firma e irse los domingos solo por el casco viejo sin rumbo definido, buscando un cine que tuviese alguna película de la Warner en technicolor, para estar allí sumido en la protección de la oscuridad y pasar la tarde viendo los romances de bellas mujeres con intrépidos caballeros de traje y corbata. Su rutina era ésa.
Así pues, aquel martes día 10 de febrero, cuando estaba plenamente concentrado en la faena, miró circunspecto alrededor suyo cuando oyó abrirse de par en par la puerta de la oficina. Parecía demasiado pronto para que apareciese un nuevo cliente. En el reloj de pared sonaban las diez y cuarto y se oían los pasos de su jefe en su despacho, monótonos y huecos. El cónsul solía recorrer obsesivamente la oficina de un lado a otro miles de veces durante el día. El sonido de las suelas de los zapatos en el entarimado era ya algo tan intrínseco al consulado como lo era el tic tac del carillón o aquellas escenas orientales en los cuadros que colgaban de la pared. Mr. Jones había entrado en la diplomacia muy joven y contaba con la colaboración del eficaz Gutiérrez para casi todo, a veces hasta incluso para sus consultas maritales. Las diez y cuarto. Y apareció ella bajo el umbral de la puerta, introduciéndose en la estancia. Era una mujer de mediana edad, rubia, de cabello de mediana longitud y semblante más bien tristón. Con su huidiza mirada, Gutiérrez advirtió que sus ojos eran azules y refulgentes, como los de una gata siamesa. Tenía las pestañas maquilladas con rimel, y los labios de un rojo carmín, según pudo entrever. Y pensó para sus adentros, vaya, una mujer fatal nos toca ahora. Se volvió a concentrar en los papeles que tenía sobre la mesa, haciéndose el interesante.
-Buenos días, dijo ella.
-Buenos días, replicó él condescendiente.
-Venía arreglar los papeles de una defunción.
-¿Cuál es la dirección del finado? Aquí preparamos la documentación de fallecidos de nuestra nacionalidad solamente, dijo él.
-El caso es que no conozco la dirección. Sólo sé que el fiambre es de esta calle.
Vaya, pensó él. De todos los barrios de Tokio tenía que venir una mujer hermosa de la misma manzana a certificar una defunción.
-¿Y cuál es su nombre, señorita?,
inquirió él con un cierto nerviosismo, ajustándose el nudo de la corbata y secándose con el pañuelo el sudor de la frente, y con su pensamiento nublado como en una ensoñación.
-Yo no le puedo decir mi nombre, sólo le puedo decir que me llaman la parca y que sólo paseo por aquí cuando busco una nueva víctima.
Y entonces Mr. Jones exclamó desde su despacho…¡Gutiérrez!¡Gutiérrez!¿Qué está haciendo?¿Con quién habla?¿Hay alguna persona ahí? Y el pobre Gutiérrez tenía ya medio intestino afuera del abdomen, con el harakiri medio consumado, y la inseguridad de si había sufrido una alucinación y era todo producto de su mente o si había sucedido algo de manera real y no sólo en su imaginación.