Yo solamente había oído hablar del tema alguna vez. Se decía que en aquella parte de la ciudad había un café muy extraño y muy escondido, donde los desventurados de la vida hallaban la paz. Y que para entrar en él necesitabas la entrada que te daba alguien en la esquina de dos callejuelas concretas. Me hallaba yo maltrecho sufriendo por los mundanos contratiempos de mi errante existir. Y pensé que sería un buen momento para saber si aquéllo era sólo una leyenda o si por el contrario era algo cierto. Así que crucé un domingo por la tarde, después de comer, toda la barriada sur de la ciudad, hasta llegar al lugar que hacía esquina entre las calles Esperanza y Alegría. En el cruce de estas callejas, que no parecía infundir ninguna de las emociones que aludían en su nombre, había una librería de viejo, un quiosco y un orfanato de oscuras vidrieras con un pequeño jardín donde dos señoras de bata blanca parecían conversar sentadas bajo un árbol. Me acerqué al quiosco, y para entablar conversación con el dueño le pedí la edición de tarde del periódico local.
-Buenas tardes, ¿me puede dar la edición de tarde de La gaceta?
-Cómo no. Tenga. Es uno noventa.
-Gracias, tenga usted.
-Perdone mi indiscrección, pero no recuerdo haberlo visto antes por aquí.
-Así es, es la primera vez que me dejo caer por este lugar.
-Lo entiendo perfectamente. Esta barriada cae a desmano de la ciudad industrial, de los negocios y del funcionariado burocrático. Aquí no hallará prácticamente ninguna oficina en varias manzanas a la redonda. Es un sitio sombrío, que apenas nadie transita. Encontrará muchos mendigos por aquí, pero nunca espere que ninguno le asalte ni que traten de robarle. Son mendigos honrados, que se contentan con sobrevivir. ¿Le puedo preguntar qué le trae por aquí?.
-Sólo tenía ganas de vagar libremente sin un rumbo fijo. Y hoy mis pasos me trajeron a esta confluencia.
-No me engañe usted. Tengo la suficiente edad para ser lo suficientemente buen psicólogo y fisonomista. Usted tiene la marca.
-¿A qué marca se refiere?
-La marca inequívoca del infeliz.
-¿A qué marca se refiere usted? Me está usted poniendo nervioso.
-Usted tiene los ojos vidriosos y húmedos y la inconfundible marca de las líneas de marioneta. Usted es y ha sido muy infeliz en su vida.
-Fantástico. ¿Con qué derecho se cree usted para entrometerse de ese modo en mi vida, la cual sólo es de mi incumbencia? Para satisfacer las carencias del espíritu de los humanos ya existen los psicólogos.
-Hay algo más y mejor que éso.
-¿A qué se refiere?
Y entonces el quiosquero tomó un talonario que tenía guardado en su estancia y arrancó una hoja del taco, ofreciéndomela con una sonrisa.
-Hay pocas personas que son elegidas para asistir a este lugar. Muy contadas. Pero usted es buen candidato, pues tiene la marca. Esta es la entrada que le pedirán en el hall. Dése por bienvenido al café de las almas perdidas. Busque esta dirección que figura aquí, entre en este café y disfrute. Es lo mejor que se va a llevar de esta vida en sus circunstancias.
Al principio pensé en rechazar aquel ofrecimiento de un extraño, con el que jamás había hablado. Pero acto seguido, siguiendo mi instinto y mi intuición, acepté el papelito.
-Gracias. Buscaré ese sitio. ¿Cuánto le debo?
-Nada. El auxilio de las almas perdidas es gratuito. Tenga usted buena tarde. Yo ahora ya me tengo que ir. Ya he cumplido con mi cometido de hoy.
Y acto seguido, el quiosquero sacó una llave del bolsillo, bajó la persiana de su negocio, y cerró todos sus estantes. Y se marchó de allí sin mediar ninguna palabra más.
Me quedé allí plantado. El reloj de muñeca marcaba las cuatro. Y decidí buscar aquel lugar, que al parecer era mágico.