De un tiempo a esta parte no soporto la arrogancia. Y el ego. Y los que lo practican. Las personas a las que se les hinchan las pelotas por considerar que matar al débil es una obligación dada su supuesta superioridad. No deja de ser una medida de su incapacidad de empatía. Yo no necesito ser el mejor en nada para vivir. Muy al contrario. Yo soy muy feliz con lo que tengo. Muchísimo. Disfruto mucho las conversaciones interesantes y darle vueltas a las cosas en la cabeza. Y para esta práctica lo único que hace falta es disponer de tiempo, y de un interlocutor curioso, no necesariamente con estudios. Tampoco necesito ser millonario para ser feliz. Lo único que me aporta el dinero que yo aprecio de verdad son los libros que consigo, que ésos sí los valoro de verdad, aunque sólo sean un objeto. Porque buceando dentro de ellos puedo ver cómo pensaron otras personas antes de que yo estuviera aquí. A mí no me hace falta ir por ahí presumiendo de nada, ni aparentando cosas que no soy. Digo siempre lo que pienso, y obro de acuerdo a mi pensamiento. Pero hay una cosa que no admito en mis allegados y en general en la gente con la que me cruzo. Ésa de verdad no la tolero. Todo el mundo sabe distinguir lo que es correcto de lo que no lo es. El propio sentido común, sin la intromisión subsidiaria de otras cualidades del ser humano, es el que de verdad dictamina cuando algo no es correcto. Los falsos ungidos de moralidad y en general de malas artes. Porque de ésto sí que me he preocupado de verdad en mis casi 48 años. De aspirar a ser una buena persona, lo mejor posible, hasta el punto de estar orgulloso de mi conducta. Y creo que lo he logrado, a pesar de mis defectos. De modo que no voy admitir lecciones en ese sentido de ningún vendehumos ni en general de casi nadie.