Como un día concreto de algún verano
los astros te fraguaron en cien mil conjunciones,
hermana de las aves, qué canto me reservas,
qué suspiro de los vientos en las noches punteadas,
me persigue y se me escurre al alborear oriente;
hermosura, el Gran Dios no reparó en gastos,
acumuló libros y manejó manuales, ansiaba el mejor engendro,
como para esta ocasión yo pretendo el verbo exacto;
cuánto bagaje de lirios callados y de aguas murmullantes,
de ocasos y de amaneceres, de valles eternos y de infusorios efímeros,
cuánta sabiduría de manantiales soterrados y de picos alzados al cénit,
de océanos en calma y de cataclismos para empezar un nuevo intento.
Tu concepción fue augurada por oráculos,
leyeron tu nombre en los Cielos, María Soledad,
todo indica algo extraordinario –dijeron-, de cabello negro vendrá
una niña, tan fiel como el perro que sigue a su amo, y lo sobrevive,
y lo aguarda sobre su sepulcro, tan noble como el río,
que distribuye su bondad por la ribera, pasarán dos mil años
y en el polvo de mi ataúd grabado pervivirá el recuerdo
de la joven que tan callado quise, desde tan cerca como desde tan lejos,
que perdí cada día y encontré en cada sueño, Soledad de mi soledad,
a mi lado yacerás con la sonrisa del cierzo,
mi María Soledad, silenciosa confidente eterna,
escucha, no es desdichado el embrión rebullente,
tampoco el reo en la espera de la soga
que la Naturaleza sentencia, pues tú lo acompañas,
no es infeliz el resto del inerte ser en las entrañas de la fosa.
Tú ya lo sabes, a ellos mi secreto desvelo,
mi amada tiene nombre de mujer, oigan todos,
solo en el vientre, solo en la vida, solo en la muerte.
© El rostro sagrado, SergeantAlaric, 2012.